Por Carolina Vásquez Araya (@carvasar )periodista Chilena Radicada en Guatemala
Las libertades civiles son cosa del
pasado, hoy rigen corporaciones.
Los humanos tendemos a crear ilusiones
a partir de nuestras carencias. Así como inventamos historias románticas desde
relaciones patológicamente opresivas, también construimos fantasías democráticas a partir de sistemas
estructurados a propósito
para negar a la ciudadanía toda posibilidad de incidencia. Esto no sucede solo
a nivel local, es una realidad global a la cual nos acostumbramos por pura
necesidad de compensar nuestra impotencia.
Al arrojar una mirada hacia tierras
lejanas con víctimas abstractas de conflagraciones ajenas –gracias a medios
internacionales que nos comparten la visión oficial de los conflictos- nos hacemos la idea de vivir en un reducto de
relativa seguridad. Lo que no vemos es la garra posada con firmeza sobre
nuestras decisiones y nuestra independencia nunca asumida. Con la ingenuidad
propia de quienes desconocen los entretelones de la historia verdadera, es
decir, la de los intereses corporativos en todo acto de política internacional,
nos han terminado por convencer una y otra vez el discurso y la promesa.
Hemos visto ciudades destruidas por ejércitos
en pugna. Hemos leído sobre otras tierras arrasadas en donde millones de
mujeres y niños son violados o descuartizados por las bombas de fabricación
estadounidense, rusa o de cualquier país industrializado cuyo poder descanse
sobre el poderío bélico. Con esa indignación de buenos ciudadanos comentamos
sobre el horror de guerras ajenas que no nos tocan, creyéndonos inmunes. En los
noticieros observamos horrorizados a miles de seres humanos emigrando hacia
Occidente, como si no lo viviéramos en carne propia en la ruta hacia el
Norte.
Sin embargo, los aires de la
globalización también traen residuos de pólvora. Lo que nuestros países
vivieron durante la Guerra Fría es la versión “vintage” de los conflictos actuales en Siria o Palestina. También pusimos nuestra cuota de muertos
por cada intento de instalar gobiernos independientes. No fueron disputas de
carácter político sino groseras invasiones –unas más
solapadas que otras- con el castigo adicional del embargo de la riqueza de
nuestros países. Las
primaveras democráticas
resultantes de la caída de las dictaduras no lograron madurar lo suficiente
como para crear sistemas democráticos sólidos,
basados en el manejo de los recursos nacionales con una visión de progreso y
bienestar para toda la población.
Las corporaciones nunca lo hubieran
permitido. De hecho, la mayoría de gobiernos terminaron cediendo el dominio de
sus mayores industrias y fuentes de ingreso y quienes se negaron a hacerlo
comenzaron a sufrir el acoso de Estados Unidos y sus aliados. Con la alegre
complicidad de gobernantes corruptos y sus grupos afines en los sistemas jurídicos, políticos y financieros, los candados se
fueron cerrando sobre una riqueza a la cual nunca más tuvieron acceso sus legítimos
dueños. Hoy una mayoría abrumadora de la población de América Latina vive en condiciones de pobreza y pobreza
extrema. La niñez y juventud han perdido de manera progresiva las oportunidades
de acceso a educación de calidad y alimentación apropiada para su desarrollo.
Este escenario, sin ser tan extremo
como las áreas en guerra de Medio Oriente, sí nos coloca en la lista de las
naciones invadidas cuyo progreso se detuvo en un punto sin retorno por obra y
gracia de intereses que ni siquiera logramos imaginar. Los abusos cometidos por
los países desarrollados contra los más ricos pero más débiles, quedarán
inscritos como los peores crímenes en la historia de la Humanidad.
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