Por Carolina Vasquez Araya (@carvasar )periodista Chilena Radicada en Guatemala
Cuando solo vemos números, el daño pasa
inadvertido
Guatemala
sigue destacando entre los países menos desarrollados del mundo. Contrastando
con su buena posición en cifras macroeconómicas, la miseria en la cual se
hunden las oportunidades de progreso futuro y los sueños de sus nuevas
generaciones, demuestra sin sombra de duda la persistencia de un sistema feudal
de tenencia de la tierra, de los medios de producción, de una legislación
orientada a perpetuar los privilegios, todo ello en medio de un entorno
corrupto alimentado por quienes se benefician de esa torcida forma de
administrar la riqueza nacional.
En
realidad, hacen falta las buenas noticias. Aquellas capaces de poner en grandes
titulares el logro de los objetivos. No importa de cuáles se trate, si los del
milenio o de desarrollo sostenible, de cuya existencia pocos ciudadanos se han
enterado. Pueden ser objetivos mínimos, pequeños, locales, éxitos comunitarios
cuya suma vaya consolidando avances para los más pobres, pero cuya influencia
alcance a sus vecinos y de allí adquieran la fuerza necesaria para generar las
transformaciones que el país necesita.
Sin
embargo, las noticias más destacadas suelen venir con el tono siniestro del
crimen organizado o las intrigas de quienes, desde los centros de detención,
trabajan horas extra para recuperar el espacio perdido con la amenaza siempre
latente del retroceso. El verdadero tono de la noticia es, hasta cierto punto,
inmune a influencias externas. Es como el agua, indetenible. Se cuela a pesar
de todo y marca tendencia. El verdadero tono invade la psiquis y define
actitudes con su poder subliminal y por más esfuerzos por disimular la
realidad, esta se hace presente cada hora del día. La ciudadanía sabe que detrás
del discurso optimista está el reflejo de un fracaso político y social
innegable.
Las
buenas noticias han tardado más de 5 décadas, cuando el proceso de deterioro
social se fue afianzando en la pérdida de derechos civiles, en la represión
explícita y luego implícita -porque había llegado la democracia, una que jamás
alcanzó a madurar- mentras la población se dividía entre pocos ricos y muchos
pobres. Así las cosas, imposible evitar pertenecer al tristemente notorio círculo
de los países más violentos del planeta, en un deshonroso segundo lugar. Porque
con la pobreza viene la frustración, el alcoholismo, el abuso sexual y el
feminicidio. Porque en un ambiente semejante, en donde pocos gozan de sus
derechos a la educación, a la salud y a la alimentación, la especie humana se
voltea en contra de sí misma en una patética regresión hacia los instintos.
Al
mencionar los Objetivos de Desarrollo –cualesquiera sean estos- el ciudadano
ilustrado se estrella contra una realidad incontestable de racismo, exclusión
de grupos bien definidos: mujeres, niños, población rural, población indígena.
La pirámide se percibe cada vez más estrecha en la cúspide y más ancha en su
base, en donde están quienes producen toda esa riqueza que se va en prebendas,
impuestos evadidos, contrabando, sobornos y lujos para la burocracia. Quienes
en su vida, estragada por el esfuerzo diario, aún tienen fuerzas para detenerse
y observar el escenario político, ven frustradas sus esperanzas de cambio y
terminan por aceptarlo como una maldición divina.
Las malas noticias deberían despertar los ánimos
de una sociedad dormida, hacerla reaccionar para transformar los engañosos números
del subdesarrollo en avance hacia los objetivos elementales planteados por la
ONU a nivel mundial. Salir de los listados de la vergüenza, escapar del ojo crítico
de la comunidad internacional, pero sobre todo, del de sus propios ciudadanos
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