Por Carolina Vásquez Araya periodista Chilena radicada en Guatemala
De nada sirve una voz de alerta cuando
no hay quién la escuche.
No sé cuál síndrome podría calzar,
pero a mi mente vienen algunos cuyas características incluyen gran tolerancia
al dolor, una constante tendencia al ensimismamiento, disminución
de la atención, de la memoria y otras funciones indispensables para el desempeño
normal de una persona o de un grupo social. He buscado todas las posibles
razones para tanto silencio colectivo y me propuse interrogar a personas
cercanas para recibir alguna luz capaz de explicarme el porqué de su apatía. Durante
este ejercicio, una y otra vez he recibido similares respuestas: “no leo periódicos”,
“cancelé mi suscripción”, “ya no te sigo en Facebook porque a diario publicas
asesinatos y esas cosas”, “no veo televisión local, me deprime”, “no creo en la
política”, “esto nunca va a cambiar”, “no necesito enterarme” y así por el
estilo.
Hasta que ¡por fin! veo abrirse una fisura por la cual se desliza el
concepto preciso: “la alienación de tipo social se encuentra estrechamente vinculada a
la manipulación social, la manipulación política, la opresión y la anulación
cultural. En este caso, el individuo o la comunidad, transforman a punto tal su
conciencia de manera de convertirla en contradictoria con lo que se espera
normalmente de ellos.” Así descrito, me
parece reconocer de inmediato el síndrome que explica el silencio y el encierro
voluntario, la resignación ante lo aparentemente inevitable y, sobre todo, la
respuesta ante el miedo y la amenaza, protagonistas de nuestro entorno.
¿Por qué perdemos la memoria? ¿Qué motiva
nuestro afán de olvidar un pasado cuyos elementos permanecen vivos y golpean
con fuerza demoledora a las causas sociales, a la justicia y a las
oportunidades de desarrollo de una nación? Me parece posible identificar allí
el punto neurálgico, ese centro del dolor al que deseamos aislar para no sufrir,
ese pequeño aleph protegido con uñas y dientes para no volver a experimentar la
dura sensación de fracaso. Entonces, cual mecanismo psicológico natural, dadas
las circunstancias, nos volcamos hacia las neblinas mediáticas del
entretenimiento, del chisme y la fanfarria política para por lo menos creer en
nuestra voluntad de participar. Sin embargo la mentira no dura indefinidamente
y, poco a poco, volvemos a la concha sólida de la cotidianidad mientras las amenazas
del pasado toman cuerpo.
Este síndrome devastador para la integridad de
una sociedad se presenta en relación directa con su capacidad de negación; las
actividades rutinarias pueden durante un tiempo enterrar sus miedos más
profundos, pero solo hasta que las amenazas comiencen a hacerse realidad con
una fuerza potenciada por el silencio. De fenómenos colectivos caracterizados
por el “no querer saber” hemos visto a lo largo de la Historia el surgimiento
de sistemas oscurantistas capaces de anular la voluntad de las grandes comunidades
humanas, convirtiéndolas en cómplices de su propia desgracia, de la destrucción
de sus logros más queridos y de todas sus libertades.
Para semejante mal, la cura es el examen de
conciencia. Uno capaz de sacar de los armarios los cadáveres ocultos, iluminar
los rincones y sacudirle el polvo a leyes y normas cuyo imperio se debe
restablecer. La discusión, el debate y el reconocimiento de problemas comunes es
un ejercicio valioso por ser la única vía para encontrar soluciones de
beneficio colectivo. Desde ese punto de convergencia resulta posible combatir el
ostracismo individual y transformar la dinámica social en un factor efectivo de
cambio. De lo contrario se comete una especie de pecado de abstención, cada día
más caro y destructivo.
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