Por Carolina Vásquez Araya Periodista Chilena Radicada en Guatemala
Eso en que hemos convertido las
relaciones y la naturaleza, habla por sí solo.
No
es necesario escarbar demasiado para ver las manifestaciones de esa fascinante
estructura de instintos e impulsos, deseos y rechazos propios de nuestra
naturaleza imperfecta. Estamos constituidos de odios y amores, dependencias y
apetitos, girando en torno a un egoísmo difícilmente controlable. ¿Qué nos
impide actuar como seres primitivos, sino el miedo a las consecuencias? El
amplio panorama de la historia pasada y presente es un gran tratado sobre la
violencia y el ansia de poder, pero especialmente sobre los mecanismos de
represión -más o menos efectivos- sobre una Humanidad abandonada a sus deseos.
Las
religiones han cumplido su papel: el miedo al castigo y a la perdición del alma
ha actuado como un disuasivo poderoso sobre grandes masas, pero el mensaje de
amor nunca ha sido suficientemente efectivo como para modificar el impulso atávico
de destruir a quienes piensen o actúen diferente, porque esa defección
representa una amenaza para la hegemonía de un grupo social sobre otro. De ahí
las guerras santas con su orgía de sangre y su mensaje de odio. Es entonces
cuando surge la duda de si el primer acto humano está condicionado por ese
terrible sentimiento.
En
qué momento de la historia se produjo la marginación de la mujer resulta difícil
de determinar, en parte porque el relato del pasado está ya teñido con una visión
patriarcal. Pero el hecho es que esa marginación se fue perpetuando y
fortaleciendo al punto de convertirse en un valor social indiscutible, incluso,
para la población víctima de tales prácticas. Contra la mujer resulta fácil
ejercer violencia. Es físicamente más débil y psicológicamente ya viene
programada desde la niñez para someterse a la voluntad masculina. Los impulsos
de liberación son ridiculizados por la colectividad con el propósito de detener
ese afán independentista, lo cual impacta profundamente en la psiquis y en la
autoestima de ese importante segmento de la población.
Únicamente
por eso y por esa inclinación natural a destruir al otro que en apariencia
caracteriza a nuestra especie, es posible entender la pasividad ciudadana ante
el asesinato de niñas y mujeres, las violaciones sexuales, la práctica “hogareña”
del incesto, la falta de atención a sus necesidades básicas de protección,
educación y salud. Allí es en donde mejor se identifica el odio ancestral que
plasma su impronta en nuestros actos cotidianos. En ese desprecio por la vida
misma es en donde podemos vernos en un espejo de alta definición, sometidos a
la fuerza de prejuicios y atavismos heredados.
Cuando
miramos alrededor y vemos tanta destrucción y tanto silencio de los justos, se
agolpan las preguntas sobre cuándo se produjo la pérdida de los principios y
valores de la sociedad, pero también si esos principios alguna vez existieron o
simplemente no había desafíos que pusieran ese hecho en evidencia. Hoy, entre
tanta agresividad, crimen impune e indiferencia, es imperativo retomar el tema
y cuestionarse con seriedad y compromiso cuál es el papel de la comunidad en
este escenario de dolor y muerte. Estamos rodeados de maldad y hemos sido
incapaces de reaccionar para detenerla. Si la comunidad es tan devota y amante
de la paz como aparenta en las redes sociales y en sus círculos personales ¿cómo
es posible permanecer impávida ante el horror que la rodea? ¿O es que su
discurso de amor al prójimo solo funciona como un maquillaje para disimular su
insensibilidad y falta de empatía? Solo por medio de un despertar de la
conciencia será posible revertir esa tendencia autodestructiva y reparar
profundas carencias.
ROMPETEXTO: La indiferencia ante el sufrimiento ajeno parece ser la marca de
identidad de nuestra especie.
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