Por Carolina Vásquez Araya periodista Chilena Radicada en Guatemala
La catarsis a través de las redes no
sirve para combatir la corrupción.
Dar
vueltas y vueltas a los argumentos de siempre por medio de plataformas mediáticas
y redes sociales, es una táctica muy básica para calmar la ansiedad y
tranquilizar la conciencia ante la inacción y la aceptación tácita de un estado
de cosas inconcebible -por viciado y criminal- en donde la impunidad prevalece
a pesar de los pesares. Está bien aplaudir cada intervención de don Iván Velásquez,
el Comisionado de la Cicig cuyas apariciones provocan gran expectación. Sin
embargo lo que no está bien es observar sus denuncias desde la posición de
espectador de una obra ajena, algo a lo cual no se le debe participación alguna,
una obra cuyo desenlace corresponde al trabajo de otros, al interés de otros,
al riesgo de otros.
Ante
el desfile interminable de nombres de empresas e individuos cuya participación
en escandalosos actos ilegales, cuya envergadura ha llegado al extremo de poner
al Estado en peligro de colapso, da la impresión de observar un organismo vivo
invadido por la metástasis y sin perspectivas de sobrevivencia. Algunos son
individuos poderosos, miembros de familias acaudaladas pertenecientes a la “alta
sociedad” guatemalteca, reputada por su habilidad para incidir en el rumbo de
la política gracias a sus generosos aportes financieros durante las campañas.
Otros pertenecen a la casta de los recién llegados, cuya habilidad para saquear
los fondos públicos ha sido amparada por un sistema diseñado a propósito para
garantizar la impunidad.
Mientras
tanto, quienes trabajan para acabar con esta monumental obra de relojería
construida para el goce de unos pocos, lo hacen en solitario y luchando contra
toda clase de corrientes subterráneas de sobornos, amenazas y resquicios legales
cada vez más descarados y perversos. Son como el burro empujando la rueda del
molino; no logran avanzar porque una y otra vez regresan al punto de partida en
su esfuerzo por hacer el quite a las trampas y a los innumerables recursos diseñados
ad hoc para inmovilizar los casos y entorpecer las investigaciones.
Del
mismo modo como sucede con los casos emblemáticos de corrupción y saqueo de los
fondos públicos, sucede con otros miles de casos entrampados en los tribunales
gracias a un sistema podrido cuyo objetivo es claro y preciso: nunca lograr una
sentencia, jamás permitir el imperio de la justicia. El eterno juego de los
abogados corruptos acostumbrados a manejar la ley a partir de sus vacíos y de
las oportunidades creadas para evadirla. Por ello, si a pesar del poderoso
tinglado construido para hacer frente a los escándalos de corrupción resulta
casi imposible avanzar, hay que imaginar qué sucede cuando un ciudadano entre
millones plantea una denuncia de cuyo resultado depende su integridad, sus
bienes y su vida. Nada. El expediente, si al final de mucho logra avanzar, es
archivado durante años hasta que el denunciante desista por cansancio,
aumentando así su ya firme convicción de que en el país no hay justicia.
Hay
que soltar al pobre burro de la rueda y dejar su camino libre para reconstruir
un sistema caracterizado por ser paralizante y anquilosado. Es imprescindible
la depuración del ejercicio profesional para arrojar luz sobre los rincones
oscuros, allí en donde se cuecen los negocios sucios, para construir una nueva
plataforma de confianza y ética que garantice una administración de justicia
transparente para toda la ciudadanía y no solo para unos pocos. Un sistema
capaz de dar esperanza de cambio y eficacia para un país en profunda crisis y
con un débil y tambaleante estado de Derecho.
ROMPETEXTO: La justicia bien administrada no debería
ser un sueño inalcanzable, sino el objetivo real de la ciudadanía.
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