Por
Carolina Vásquez Araya Periodista Chilena Radicada en Ecuador
Mirar hacia la calle desde la ventana, una parte de esta rutina recién adquirida
6 de la mañana: Me
despiertan la Pelusa y la Mimi algo impacientes y mirándome directo a los ojos,
en espera de una señal de vida para comenzar a mover la cola y saltar de la
cama. Sé muy bien que podría quedarme entre las sábanas porque no hay planes
para hoy. De hecho, hace más de 6 semanas que no hay planes para el día; pero igual,
con una persistencia encomiable, he insistido en darle un sentido positivo al
encierro creando pequeños desafíos domésticos. Aunque agradecida por el
privilegio de tener un techo y comida suficiente -mucho más que millones de
personas cuyo día se inicia con el estómago vacío, en la incertidumbre y la necesidad-
no puedo dejar de mirar con desconfianza al futuro inmediato.
Después de la
invasión inicial de noticias y de sentirnos catapultados hacia una vorágine de
información contradictoria cuyo efecto inmediato ha sido una profunda
desconfianza hacia los medios y las fuentes oficiales, hemos pasado a la etapa
del cedazo, en donde intentamos sin mucho éxito separar la paja del grano y
darnos pequeños espacios de silencio mediático para no sentir, no saber y no
ser absorbidos por la tensión y el temor natural al caos y a la desinformación.
De todos modos, no siempre se puede ser tan racional cuando se trata de
conservar la vida y el sentido común.
He pasado mi vida
entera luchando por creer en conceptos tan elusivos como la justicia y el bien
común y también he trabajado duro para tener la libertad de expresar mi
pensamiento. A pesar de haber transitado por entornos de enorme incertidumbre
política y de grandes fosos de inequidad social, todavía intento convencerme de
la capacidad humana para experimentar algo parecido a la solidaridad, pese a
las evidencias constantes de que en el fondo nuestra naturaleza nos hace
egoístas y persistentemente impermeables al dolor ajeno.
Por esa necesidad de
búsqueda de los motivos de tanta desigualdad, he llegado a conocer de cerca la
miseria de quienes son considerados por las élites como un recurso indeseable
pero necesario para acrecentar su riqueza. En el otro extremo del espectro, he
tenido la oportunidad de constatar cuánto desprecio destilan esos núcleos
privilegiados por quienes nunca han tenido las oportunidades ni los medios para
superar su condición de pobreza, pero también cómo manipulan los conceptos para
convencerse y convencer a otros de la inevitabilidad de las distancias
sociales; como si estas nunca hubieran sido diseñadas y construidas a
propósito.
Hace apenas unas
semanas, creía que la pandemia nos equiparaba. Profundo error. Las nuevas
condiciones comienzan a revelar hasta qué punto estamos distanciados frente a
un enemigo común y cómo esta amenaza, supuestamente universal, se transforma en
otro sistema de selección en donde los más pobres y los más vulnerables serán
siempre los más castigados. Poco a poco, el mapa se define y las clases
dominantes muestran la esencia de su codicia al aferrarse al poder y concentrar
la toma de decisiones, afectando a millones de seres humanos alrededor del
planeta. Ante ese poder prácticamente ilimitado, somos apenas un murmullo
distante, una masa anónima con la impotencia y la rebeldía a flor de piel.
6 de la tarde:
Termino el día con la sensación de no haber realizado ninguna tarea esencial.
Me he empeñado en refugiarme en el no saber, como si esa barrera contra la
especulación, la desinformación y la manipulación mediática pudiera, de algún
modo, protegerme contra un enemigo ubicado al otro lado de la puerta de mi
casa. Y vuelvo a mirar por la ventana, esperando que no llegue.
La amenaza sanitaria
que nos rodea, también nos discrimina.
www.carolinavasquezaraya.com
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